miércoles, 7 de octubre de 2015

La leyenda de Tata Dios

Nos vamos a Tandil, pero en 1871. Por ahí anda Gerónimo de Solané, un gaucho entrerriano, aunque hay quienes dicen que es santiagueño y hasta chileno. Había pasado por Santa Fe, Rosario y otros pueblos ganándose la vida como curandero, además de predicar asegurando que era una especie de “enviado de Dios”. Por ese motivo lo habían echado de varios pueblos y había estado preso en Azul por “practicar la brujería y la medicina ilegal”. Para caer preso por este delito en aquellos tiempos hay que haber ejercido ilegalmente la medicina bastante. Una vez liberado, se apareció por Tandil.

Pero tuvo que ser un respetado estanciero de Tandil, Don Ramón Rufo Gómez quien lo llevó a sus tierras para que “sanara” a su esposa, Rufina Pérez, que sufría permanentes dolores de cabeza. Y Ramón, cada vez que quería ponerla, se encontraba con esa sentencia: “Hoy no, me duele la cabeza”.

En agradecimiento por la ayuda del gaucho brujo, le permitió que se asentara en un puesto de su estancia “La Argentina”, cerca de Tandil.

Allí, “Tata Dios”, como le decían sus seguidores, o “Médico Dios”, instala una toldería que oficiaba de improvisado consultorio de campaña. Atendía a sus creyentes y comenzó a inculcarles el odio a los inmigrantes que se afincaban en las poblaciones del interior, muchas veces arrastrados por la fiebre amarilla de Buenos Aires, y les decía que el fin del mundo se acercaba, y que un diluvio acabaría hundiendo a Tandil, y un nuevo pueblo surgiría a los pies de la Piedra Movediza. La prédica, que alimentaba la xenofobia, calaba hondo en el medio millar de paisanos que se juntaba a escucharlo los fines de semana en una zona conocida como “Los campos de Peñalba”.

Los cronistas describen a “Tata Dios” como un hombre alto, de cerca de 1.90 metros, de unos 45 a 50 años y de “larga barba blanca”.

Por noviembre de ese año, el Juez de Paz de Tandil, que oficiaba como intendente se llamaba Juan Adolfo Figueroa y era cuñado de Ramón Rufo Gómez, el que trajera a Tata Dios. El hombre empezó a escuchar la queja de vecinos, preocupados por las reuniones que se realizaban en la estancia La Argentina, donde corría el vino y, según sospechaban, algo malo se tramaba. Y acá se comienza a tener noticias del principal colaborador de Tata Dios, un tal Jacinto Pérez, alias “El Adivino”, a quien lo consideraban la reencarnación de San Francisco.

La noche del 31 de diciembre de 1871, este Jacinto Pérez juntó a una treintena de seguidores y partió hacia el pueblo al grito de “¡Viva la religión, mueran los gringos y masones!”. Dicen que tenían insignias rojo punzó. Solané permaneció en su rancho de La Argentina.

Los gauchos a caballo entraron en una silenciosa Tandil que acababa de recibir el año nuevo. Por entonces tenía unos 5000 habitantes. Fueron directo al Juzgado de Paz, donde robaron los sables y las lanzas que se guardaban en el lugar. A las 4 de la mañana los guardias todavía dormían después de la parranda de Fin de Año. El único preso, un indio llamado Nicolás Oliveira, fue liberado por los seguidores de “Tata Dios” y se sumó a sus filas.

El primer ataque ocurrió en la plaza principal de Tandil, ahí en Gral. Rodriguez y Pinto, que por entonces era poco más que un yuyal. Un músico italiano de 45 años llamado Santiago Imberti arrastraba un organito cuando fue literalmente degollado por los gauchos que gritaban “viva la religión, maten a los gringos”. Si bien Imberti no murió en ese instante, fue a partir de allí que se desató la mayor matanza ritual que haya ocurrido jamás en la Argentina. Como los muchachos de Charles Mason.

Un kilómetro y medio hacia el norte, cerca de la actual ruta 226, se toparon con dos carretas tiradas por bueyes en las que viajaban vascos. Mataron a nueve de ellos a puñaladas y lanzazos, y otros tres quedaron heridos de muerte. Después llegaron a la tienda del vasco Vicente Leanes: lo mataron a él y a un sirviente hijo de italianos. Siguieron luego hasta la estancia británica de Henry Thompson y encararon a su almacén. El empleado escocés William Stirling escuchó el galope y al abrir la puerta, recibió un disparo. Por las dudas, lo apuñalaron después, pero sobrevivió seis días. La joven y recién casada pareja a cargo del almacén escapó, pero fueron alcanzados: William Gibson Smith de 25 años, y su esposa Helen Watt Brown, de 23, murieron apuñalados y degollados. La horda asesina cabalgó hasta el negocio del vasco francés Juan Chapar, donde mataron a toda la familia, entre ellas, una nena de cinco años y un bebé de meses, además de la servidumbre y los pasajeros que se hospedaban allí, que eran extranjeros. En el almacén de Chapar se contaron 17 víctimas fatales.

En menos de cuatro horas sumaron 36 asesinatos contra inmigrantes (16 franceses, 10 españoles, 3 británicos, además de 5 argentinos a los que no le dieron tiempo de explicar). Degollaron a casi todos y en un caso, amarraron a una jovencita de 16 años, María Ebarlin, a la rueda de un carro y la violaron antes de degollarla.

La Guardia Nacional, una comisión militar, policial y de vecinos encabezada por José Ciriaco Gómez dio alcance a los asesinos. El enfrentamiento terminó con una docena de gauchos muertos, entre ellos, el “Adivino” Pérez, y otros tantos fueron detenidos. Algunos lograron escapar. Para entonces, otra partida había llegado a la estancia La Argentina y había capturado a “Tata Dios”, que siempre juró ser inocente de los trágicos sucesos.

Cuatro días después de la masacre, Gerónimo de Solané fue asesinado a balazos cuando se encontraba en los calabozos del Juzgado de Paz. Se dijo que le dispararon a través de la única mirilla que tenía la celda, y que el autor fue un vasco francés elegido a través de una especie de sorteo entre familiares y allegados de las víctimas. El caso nunca se esclareció.

El juicio a los responsables se realizó en el mes de septiembre de 1872. Tres de ellos, Cruz Gutiérrez, Juan Villalba y Esteban Lasarte, fueron condenados a muerte. Este último pidió como último deseo:  “Quiero ser enterrado por hijos del país; no quiero que ningún italiano me toque ni el chiripá”.

Dos fueron fusilados y el tercero, Villalba, murió en el calabozo antes de ser llevado a la plaza de la ejecución. A los capturados se los denominaba “Los apóstoles de Tata Dios”.


La masacre de Tata Dios conmocionó al país, y muchos de los datos que tenemos, provienen del enviado a Tandil del diario La Nación, tal la repercusión que hubo. Luego de los hechos circulaba la versión de que habría ataques similares en ciudades como Azul, Tapalqué, Bolívar y Rauch, entre otras, donde también tenía seguidores el gaucho Solané.

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